UNA NECESARIA ACLARACIÓN



No es un blog de nostalgias, ni ha sido concebido para verter lágrimas por la tierra añorada, ni vituperios contra quienes desataron esta diáspora del último medio siglo. Pretendemos que nuestras páginas contengan la visión, proverbial y vigorosa, de quienes andamos por el mundo con todas las esperanzas intactas y las alegrías renovadas, dispuestos a compartirlas nuevamente con nuestros hermanos. Desde estas páginas nos declaramos en confrontación contra los absurdos, mediocridades, burocracias y mezquindades que hicieron y hacen de la política en nuestro país una suerte de zanahoria al final del palo, sin saber las autoridades y otros muchos que desde hace tiempo el burro camina al revés.

EL AUTOR

LAS NOCHES DEL CUENTERO

Las noches del cuentero
por Isaac Zamora Suárez

Juan Delgado dejó de hablar y paseó su mirada sobre los rostros que le miraban como niños azorados ante un mago ilusionista. Estaba sentado frente a un grupo de hombres rudos que seguían atentamente cada una de sus palabras, como si sus vidas dependieran de las historias maravillosas que cada noche les contaba.
Para aquella docena de hombres, las narraciones del cuentero eran como una bocanada permanente de aire fresco en medio de la inhóspita serranía del campamento de recolectores de café de Melgarejo. Era también la oportunidad de un viaje maravilloso por regiones nunca antes vistas por aquellos humildes trabajadores del campo.
Nadie se atrevió a hablar. Todos escudriñaban el rostro de aquel contador de historias que lo mismo conocía pasajes misteriosos de las tribus caníbales del Amazonas, como descubría detalles sorprendentes de los hechos sangrientos de la Revolución Francesa de 1789.
Juan Delgado apartó de sus labios el pedazo de tabaco encendido y trató de penetrar con su vista la obscuridad del lomerío, pero solo alcanzó a vislumbrar las luces errantes de los cocuyos locos. Pensó en la mujer degollada que todavía deambulaba por aquellas tierras o en la perra jíbara que amamantó a un cocodrilo, pero sabía que ya era tarde para volverse atrás en la narración.
Carraspeó, escupió el piso de tierra recién barrida, aspiró con fuerza el mocho del tabaco y lanzó al aire el humo que se confundió de inmediato con una niebla que inesperadamente comenzaba a cubrir el campamento.
-Pero Tranquilo Matador no era tan cobarde como muchos creían, no señor, porque con un giro de su mano arrodilló al gigante y lo hizo besar la tierra y había que ver cómo lloraba aquel grandulón, sí señor, como les cuento que yo lo vi con estos ojos que han desandado el mundo –concluyó el cuentero.
Todos suspiraron de alivio porque pensaban que Tranquilo Matador no salía con vida del percance con el gigante, pero gracias a aquella inesperada fuerza lo salvaba una vez más de una terrible aventura. En verdad, a veces ocurren aquellas cosas y solo cuando el hombre enfrenta a su destino, logra hazañas increíbles.
Lentamente los hombres se fueron levantando y abandonaron el sitio. Entraban silenciosos a sus dormitorios. Iban pensando en la historia que les había contado Juan Delgado y aún seguirían pensando en ella a través de sus sueños porque las palabras del cuentero se les quedaban en la memoria como el hierro candente sobre el lomo de una vaca.
Al otro día, la brigada de recolectores de café tuvo una de sus jornadas de trabajo más intensas debido a un golpe repentino de maduración de los granos. Las mismas que el día antes presentaban las frutas aún verdes entre sus hojas, ahora estaban enrojecidas, tal vez afligidas o indignadas por el cambio de clima.
La niebla se mantuvo espesa toda la mañana y solo al mediodía logró difuminarse. Los hombres, con sus bolsas atadas a la cintura y agarrados fuertemente a las matas de café, inclinados sobre la pendiente, apresuraban la recolección del grano. Algunos lograron sacar más de veinte latas y el que menos promedió la docena.
Los brigadistas entraron agotados al campamento. Algunos se tumbaron sobre las hamacas, sin desvestirse, pero otros, fieles a su costumbre, higienizaron sus cuerpos, pero todos, sin excepción, a pesar del hambre de aquella hora, no pensaban en el alimento que les esperaba en el comedor del albergue, sino en que muy pronto aparecería por aquellos contornos el famoso cuentero.
Llegó dos horas después, como siempre, montado en su yegua pinta. Ya el grupo de hombres estaba disciplinadamente sentado sobre la tierra dura, con el taburete de madera frente al escenario. Algunos dormitaban con los ojos entrecerrados y otros fumaban o leían algún periódico viejo.
Juan Delgado saludó a los recolectores de café con un gesto de su mano y sacó del bolsillo el mocho de su tabaco. Para todos, aquel gesto significaba que el cuentero no haría preámbulos de conversación, como otras veces, sino que entraría directo en la narración. Tal vez quería terminar temprano o sencillamente, era una concesión para favorecer el descanso de aquellos trabajadores.
-Cuando Tomasito abrió la puerta de su casa –así empezó su historia, reafirmando cada palabra, como el narrador de una radionovela- vio sobre el escalón un cesto de mimbre y dentro, sobre paños blancos, un ángel bebé, con sus alas pequeñitas detrás de la espalda, mirando el techo con sus ojitos bien abiertos.
Algunos oyentes se movieron, para acomodarse mejor sobre el piso y los que fumaban, lanzaron de inmediato sus cigarrillos hacia la maleza. Quienes tenían los ojos entrecerrados los abrieron abruptamente, con asombro.
Juan Delgado no era ajeno a las reacciones de su público. Era capaz desde el primer instante de su narración, detectar si debía seguir o cambiar el tema. Sabía hacer la pausa n el momento justo. Controlaba sus silencios con una maestría tal que hasta las historias menos interesantes adquirían en sus labios una atmósfera de suspenso de lo más atractiva.
Carraspeó, escupió al piso de tierra recién barrida, aspiró con fuerza el mocho del tabaco y lanzó al aire el humo, que se quedó suspendido en el aire unos instantes y se perdió luego sobe su cabeza.
-Tomasito se puso de lo más contento y casi salta de alegría, porque desde hacía mucho tiempo esperaba la llegada de un hermanito con alas de pajarito.
Y así estuvo contando las peripecias del niño que tuvo entre sus manos un angelito bebé hasta que entró por una ventana nada menos que un arcángel para llevárselo de regreso al Paraíso, porque la criatura no era de este mundo y por un error de vigilancia había traspasado las fronteras del espacio.
Juan Delgado miró los rostros de los recogedores de café y advirtió que uno de ellos lo miraba de una manera extraña.
- ¿Les gustó esta historia verdadera? –peguntó el cuentero sin dejar de observar con el rabillo del ojo a quién le miraba con el ceño fruncido.
La mayoría asintió, pensativa. Era verdaderamente una historia fantástica. A algunos les hubiera gustado ver cómo era un angelito bebé de verdad y si tenía pipisito para orinar o si tomaba leche materna, aunque por el cuento quedaba claro que le gustaba el maná líquido.
-¿Y desde cuando los bebés son ángeles? .dijo de pronto una voz- porque según conozco, los ángeles son ángeles y a los bebés del Cielo les llaman querubines y no tienen cuerpo, ni piernas, ni brazos, ni nalguita, ni nada, sino una cabeza grande y alas chicas, como la de los pollitos, y usted me perdona, Juan Delgado, pero yo creo que ese cuento está muy poco consistente y si acaso, lo que el niño encontró en la puerta de su casa no fue un ángel bebé, sino un murciélago blanco.
Todos estallaron en risas. El cuentero miró al que hablaba y reconoció al joven de la mirada extraña. Tenía la cabeza cuadrada y una barba punzante, con un raído sombrero de yarey entre sus manos.
Juan Delgado miró uno a uno a los recogedores de café. Había en su mirada una profunda decepción. Todos callaron cuando advirtieron la dureza en el rostro del cuentero. Algunos, apenados, bajaron la cabeza, pero el hombre que habló estaba de pie y le miraba desafiante, esperando una respuesta.
Otro más se puso de pie, envalentonado con la audacia del joven. Era un cuarentón de cabello largo, recogido a la espalda con una cinta descolorida. Usaba un collar de caracoles de polimita. Dijo sin mirar a nadie:
-Usted me perdona a mí también, Juan Delgado, pero le hemos soportado sus historias porque son entretenidas y porque usted se toma el trabajo de venir en su yegua desde lejos, pero se me hace difícil meterme en la cabeza cosas que son difíciles de creer y yo le hago una pregunta ¿De dónde saca usted esas historias si hasta dónde he podido averiguar, usted jamás ha salido de este pueblo?
Todos miraron azorados al cuentero. Nunca imaginaron semejante atrevimiento de los dos recogedores de café. Los que compartían esa opinión, quedaron petrificados. Hablarle de aquella manera a Juan Delgado era demasiado hasta para un disentimiento.
Juan Delgado se levantó del asiento lentamente, con los huesos de la cadera crujiendoles como bisagras de una vieja mazmorra y sin decir ni esta boca es mía caminó hasta su yegua pinta. La desamarró y montó sobre ella. Se alejó al trote, sin mirar hacia atrás, hasta que desapareció en la obscuridad de la noche.
Nunca más regresó. Los recogedores de café le esperaron cada noche, frente a su taburete de madera, pero en vano. Ni siquiera cuando le mandaron a buscar, con ofrecimientos de disculpas, les perdonó. Jamás se le volvió a ver por aquellos caminos sobre su yegua pinta y desde entonces las noches en el campamento de Melgarejo se tornaron terribles porque los hombres allí habían dejado de soñar.